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Smart Cities: el tamaño no importa

Definir conceptos nuevos siempre resulta complicado y por supuesto, más aún, cuando lo que se intenta definir involucra una serie de interacciones que están en constante evolución. Pero la tarea se hace más ardua cuando existen legítimas, necesarias y variadas perspectivas de abordaje del fenómeno que se quiere describir, como es el caso de las Smart Cities y sus múltiples aproximaciones: desde una perspectiva medioambiental, arquitectónica, urbanística, tecnológica, política o cívica, por citar sólo algunas.



Una ciudad inteligente no define a una entidad u objeto estático sino a un proceso amplio y en continua mutación. De hecho, si tuviésemos que colocar el concepto en una línea de tiempo podríamos ubicarlo como el resultado evolutivo y extendido de dos nociones anteriores, hoy en día ya anacrónicas: gobierno electrónico (uso de las TIC en los procesos internos y en la prestación de servicios del Estado) y Ciudad Digital (ciudades que se encaminaban a la digitalización de su información).

Esa característica dinámica y evolutiva hace que sea necesario poner en el centro del análisis al actor que es el encargado natural de catalizar y adaptarse a esos desafíos: los gobiernos. Por eso, cuando hablamos de una ciudad inteligente también estamos hablando necesariamente de los gobiernos que las administran, de sus capacidades y sus limitaciones. Y no sólo de aquellos al frente de las grandes metrópolis, sino también los de las pequeñas localidades.

En la noción de ciudad inteligente, la cuestión del tamaño no es determinante ya que lo que hace smart a una localidad no son sus estructuras sino los procesos y, como tales, son adaptables a cualquier escala. A pesar de ello, muchos municipios pequeños todavía siguen creyendo que el desafío “smart” le compete sólo a los grandes centros urbanos. Esa idea, bastante arraigada, se basa en dos premisas falsas:


  • Que el camino hacia una ciudad inteligente requiere de aprobación de grandes proyectos y planificaciones a largo plazo, para los que no siempre se cuenta con los consensos políticos necesarios.


  • Que implica altos costos tecnológicos imposibles de afrontar para una pequeña ciudad.


En primer lugar, habría que señalar que la planificación a largo plazo en la gestión pública (y en todo tipo de gestión) es un proceso fundamental. De hecho, por lo general, todo aquello que se planifica de este modo termina siendo considerablemente más eficiente y efectivo. No es el caso de la planificación de una ciudad inteligente ya que existe una barrera insalvable: la velocidad de evolución de las tecnologías de la información y el conocimiento de estas.



En este sentido, planificar a largo plazo sobre la base de herramientas que evolucionan de una manera extremadamente veloz es ineficaz porque se tendría que hacer sobre proyecciones que, por naturaleza, serían muy inexactas. De hecho, hasta la ciencia ficción se queda corta en sus especulaciones. Por ejemplo, este año (2015) fue descrito por la película de los años 80, Volver al Futuro (Back to the Future), detallando una serie de innovaciones extraordinariamente precisas, que incluso se dieron mucho antes de lo que imaginaban sus guionistas.

Por eso, un mega plan que intentase estipular a 30 años una política basada en TIC sería un esfuerzo que quedaría obsoleto, en el mejor de los casos, a los cinco años de haberlo impulsado. Lo mejor, en ese sentido, es ir incorporando pequeñas innovaciones sobre la base de una visión clara. Cualquier municipio está en condiciones de seguir este enfoque de marco general de progreso.

En segundo lugar, es cierto que las Smart Cities están ligadas necesariamente al ritmo de las nuevas tecnologías porque los gobiernos y las instituciones también lo están. El célebre ingeniero y profesor de la Universidad de Stanford, Paul Saffo, lo define de una forma contundente: “…en la era de Internet, las tecnologías digitales son el solvente que despega el adhesivo de las instituciones tradicionales”.

Pensar a las Ciudades Inteligentes escindidas de la tecnología es un sinsentido, pero la importancia del rol de la tecnología no se traduce necesariamente en altos costos. Los gobiernos no tienen por qué desarrollar las innovaciones, sino que pueden adaptar a sus necesidades lo que el sector privado previamente ha creado.

Esta dinámica tiene su lógica profunda: resulta mucho más eficiente planificar basándose en lo que ya existe que hacerlo sobre lo que ni siquiera sabemos que existirá. Es cierto que por lo general el Estado, en especial en América Latina en donde todavía persisten déficits estructurales graves, no se puede dar el lujo de invertir en riesgo, pero la realidad es que ese costo ya está asumido y de forma eficiente por otros actores capaces de transferir tecnología a precios extremadamente bajos, cuando no gratis.

Por eso, el desafío de las ciudades para convertirse en “inteligentes” no pasa por cuestiones de dimensión, plazo o desarrollo de herramientas propias. Pasa por aprender a dialogar y generar interfaces válidas y dinámicas entre lo público y lo privado y un equilibrio entre la política y la tecnología. Pero, sobre todo, pasa por generar vínculos realistas entre las soluciones, sus implementaciones, los problemas de las ciudades y sus actores, independientemente de cuál sea el tamaño: grande, mediana o pequeña.


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